Estás sentada, con el libro en tus rodillas. Lees, engulles y
no te atragantas. Las páginas vuelan en tus manos, te sientes atrapada en una
historia que ha acabado convirtiéndose en la tuya. El hálito de calor que
desprende tu bebida ha desaparecido hace unas horas y yace, fría, a tu lado. Crees
que has alcanzado el punto culminante. Tus compañeros de aventuras te hablan, mientras tomas la espada en tus manos y vences al villano. Y entonces, tan pronto como empieza, termina.
Pestañeas lentamente cuando la última página de aquella
historia roza tus dedos. De repente, no lo entiendes. Las últimas palabras que
has leído se arremolinan en tu cabeza y no encuentras su significado. Repentinamente te encuentras con un libro
cuyo final ya está escrito y has alcanzado. No,
es imposible, niegas. Aún es demasiado pronto.
Al paso de la negación, llega la ira. En un momento, te parece que el autor tiene la culpa de
todos tus sentimientos: no ha sabido llevar bien la historia ni darle un buen desenlace. Ha destruido
a los personajes en los últimos capítulos y te parece que la editorial ha
cometido multitud de fallos que nadie ha notado. O eso es lo que tu mente se empeña en creer.
Vuelves a leer las últimas páginas, segura de que falta
algo. A lo mejor se te ha olvidado leer el prólogo. O te has saltado algún capítulo. Quizás tenía un anexo que la librería se ha olvidado de otorgarte. Le prometes un sitio de honor al libro en la estantería donde guardas los demás,
aunque sabes que negociar con un
objeto inanimado no conduce a nada.
En seguida, entras en un estado de depresión. Porque esos personajes y ese mundo imaginario se han
vuelto una parte de ti. Y han sido simplemente extirpados con una palabra tan
diminuta de tres letras: fin. Sujetas el libro entre tus brazos, mientras inclinas ligeramente
la cabeza hacia delante. Es entonces cuando tu codo golpea con la taza que
descansa a tu lado y la miras con los ojos entrecerrados.
Tomas la taza entre tus manos y bebes un sorbo. Entonces, el
sabor amargo, del café sin azúcar, y frío, de la bebida abandonada, te devuelve a
la realidad. Miras el libro y él te devuelve un suave eco. Sonríes y te
levantas. Lo coges con tus manos y lo colocas en la estantería. Allí, tus
viejos amigos te saludan ante tu repentina presencia. No están tristes. Tampoco impacientes. Saben que algún día, cuando te sientas melancólica,
volverás a visitarlos. A impregnarte de todo aquello que sus páginas te han ofrecido y pueden
darte. Finalmente lo has aceptado.