Rojo
y blanco. Toda tragedia debería estar teñida de esos colores.
Te paseas
sonriente, mientras con tu mano limpias los restos de sangre en tu rostro. Los
pies se hunden en la impura nieve, manchada de escarlata. Llevas puesta tus
mejores ropas: aquel traje negro que te hicieron a medida para la segunda boda
de tu madre. Al igual que el resto de tu cuerpo, el traje está bañado de aquel
líquido pringoso con olor a metal. Qué
pena, un desperdicio de traje, piensas mientras sacudes ligeramente la
cabeza.
Aquel
instituto te recuerda a los mejores años de tu vida. Años desperdiciados entre
materias sin una utilidad real, siendo el actor de la mejor comedia que se haya
escrito jamás. Las conversaciones en los pasillos, con aquella constante
muletilla: «En este pueblo nunca pasa
nada emocionante». Tú te has asegurado de que eso cambie.
En
la trayectoria de tu pie se interpone una cabeza enterrada en la nieve. Observas
aquel cuerpo femenino y determinas que está muerto. Pero la curiosidad te
invade. Tiras con fuerza de su cabello, para alzar aquel cráneo y encontrarte
de frente con su dueño.
Te
sorprende descubrir que no está tan muerta como parece. La chica entrecierra
los ojos a causa del dolor, mientras mantiene una mano presionada contra su
abdomen. La reconoces; es quien se sienta a tu lado en todas las clases, quien
se ofrece a ayudarte con todas las materias que no entiendes. Sonríes mientras
ella formula una pregunta que no suena a reproche, pero tampoco a querer entender:
―¿Por
qué?
Una
carcajada brota de tu garganta y raspa aquel silencio. Las sirenas a lo lejos se convierten en la banda sonora de tu más perfecta obra.
―¿Por
qué, preguntas? ―preguntas a tu vez, sentándote en cuclillas encima del cuerpo, con una mano sujetando aún su pelo. Sacas una navaja de tu bolsillo, la limpias contra los pantalones―.
Sólo quería emoción.
Cercenas
su garganta con gran precisión y la sonrisa roja se funde con el blanco. Los policías te encuentran allí, aún sobre el cadáver. Pletórico. Un amasijo de
locura.
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