jueves, 23 de mayo de 2013

Etapas del duelo


Estás sentada, con el libro en tus rodillas. Lees, engulles y no te atragantas. Las páginas vuelan en tus manos, te sientes atrapada en una historia que ha acabado convirtiéndose en la tuya. El hálito de calor que desprende tu bebida ha desaparecido hace unas horas y yace, fría, a tu lado. Crees que has alcanzado el punto culminante. Tus compañeros de aventuras te hablan, mientras tomas la espada en tus manos y vences al villano. Y entonces, tan pronto como empieza, termina.
Pestañeas lentamente cuando la última página de aquella historia roza tus dedos. De repente, no lo entiendes. Las últimas palabras que has leído se arremolinan en tu cabeza y no encuentras su significado. Repentinamente te encuentras con un libro cuyo final ya está escrito y has alcanzado. No, es imposible, niegas. Aún es demasiado pronto.
Al paso de la negación, llega la ira. En un momento, te parece que el autor tiene la culpa de todos tus sentimientos: no ha sabido llevar bien la historia ni darle un buen desenlace. Ha destruido a los personajes en los últimos capítulos y te parece que la editorial ha cometido multitud de fallos que nadie ha notado. O eso es lo que tu mente se empeña en creer.
Vuelves a leer las últimas páginas, segura de que falta algo. A lo mejor se te ha olvidado leer el prólogo. O te has saltado algún capítulo. Quizás tenía un anexo que la librería se ha olvidado de otorgarte. Le prometes un sitio de honor al libro en la estantería donde guardas los demás, aunque sabes que negociar con un objeto inanimado no conduce a nada.
En seguida, entras en un estado de depresión. Porque esos personajes y ese mundo imaginario se han vuelto una parte de ti. Y han sido simplemente extirpados con una palabra tan diminuta de tres letras: fin. Sujetas el libro entre tus brazos, mientras inclinas ligeramente la cabeza hacia delante. Es entonces cuando tu codo golpea con la taza que descansa a tu lado y la miras con los ojos entrecerrados.
Tomas la taza entre tus manos y bebes un sorbo. Entonces, el sabor amargo, del café sin azúcar, y frío, de la bebida abandonada, te devuelve a la realidad. Miras el libro y él te devuelve un suave eco. Sonríes y te levantas. Lo coges con tus manos y lo colocas en la estantería. Allí, tus viejos amigos te saludan ante tu repentina presencia. No están tristes. Tampoco impacientes. Saben que algún día, cuando te sientas melancólica, volverás a visitarlos. A impregnarte de todo aquello que sus páginas te han ofrecido y pueden darte. Finalmente lo has aceptado.

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